Castellani no debió presenciar, al escribir estas notas (que reproducimos con algunos recortes), ni los multitudinarios festivales de rock ni las no menos tumultuosas JMJ. La histeria de las masas apiñadas se hallaba en un punto bien inferior de su fatua efervescencia.
No se pretenda hallar en este cuadro una correspondencia detalle por detalle con las circunstancias actuales, ni todo lo que aparece debe tener necesariamente una proyección alegórica: mucho es lo que se ciñe a la sola y rica fantasía del autor. Está tomado del capítulo IV del «Cuaderno cuarto» de Los papeles de Benjamín Benavides, segunda edición (1967), y atribuido al mismo personaje por el propio autor («este cuento o lo que sea estaba entre los papeles del viejo en la sección del ANTICRISTO bajo el título general de Los tres sueños de un apóstata»). Trata de las distintas respuestas que suscita un ídolo expuesto a la adoración de los ciudadanos, cuya fragilidad, sólo reconocible a una mirada atenta, remite a la estatua tetrametálica pero de pies de arcilla del sueño de Nabucodonosor (Daniel, cap 2). En relación con el ídolo en cuestión, y después de una atormentadora aversión inicial, el relator adopta un cinismo al modo de los pícaros de nuestra literatura, pero de una picaresca futurista, de impostación esjatológica. El de Tormes, don Pablos y el Viejo Vizcacha tratan de sobrevivir, a su reconocible modo, al totalitarismo aplastante de las postrimerías.
Es obvio que no obtenemos del «héroe» una lección de moral sino de astucia, ya que «los hijos de este mundo son más astutos en su trato con los demás que los hijos de la luz» (Lc 16,8). Asístanos -en todo caso, y a trueque de la astucia- la inteligencia: si algo cuadra frente a la apostasía no es embestir ciegamente, como el toro, sino más bien aplicar las artes del torero.
EL ÍDOLO
por Leonardo Castellani
Todos besaron el suelo y se estremecieron -quiero decir, todos los que estaban adorando-, al mismo tiempo que la gigantesca estatua empezó a moverse. Los que pasaban por la calle o por las aceras, no hacían caso; a lo más se detenían un momento. Pero los fieles estaban absortos.
La estatua volcó como dos guadañas los dos descomunales brazos inferiores sobre la masa de los fieles, mientras cruzaba las dos manos medias sobre el pecho, y elevaba las dos manos superiores, con los dos tazones de incienso, sahumándose a sí mima, casi hasta su cabeza de cinocéfalo, oculta en nubes aromáticas y más alta que los altos pinos. El cuerpo se estremeció, semejante al del hipopótamo, y del viente blanco salió un quejido. Las enormes fauces bostezaron. Las dos piernas cortas y robustas hechas en tiempos en que se sabía lo que era trabajar en bronce se rebulleron.
Los brazos inferiores, en su poderoso envión, derribaron varios adoradores, tomándolos de las cabezas y hombros, y enviándolos todos juntos a un montón lamentable, lastimados algunos y todos humillados y confusos. Pero ninguno protestó ni se quejó.
- "Es una prostitución adorar un ídolo así" -pensé yo-. Pero no puedo negar que tenía un verdadero temor ante la estatua verdosa. No parecía obra de hombres. De hecho, la leyenda tradicional aseguraba que había aparecido de golpe en una noche, transportada por manos invisibles, por manos que no podían ser de hombres.
Se sabe que una estatua de bronce no puede ser Dios. Ninguno de los adeptos al ídolo lo pretendía. Pero hay imágenes más o menos milagrosas, más o menos curativas y eficaces. De hecho, los adoradores de la estatua aseguraban que eran felices, y que sentían continuamente una profunda sensación interna de seguridad y alegría; se producían entre ellos curaciones milagrosas; y en todas sus empresas siempre tenían suerte y el triunfo los acompañaba.
Esto no lo negaban ni los mismos enemigos del ídolo. Al contrario, algunos de ellos atribuían a la estatua más prodigios, o más descomunales, que los mismos fieles: lo cual no era óbice a que lo aborreciesen.
Los enemigos del ídolo tenían alquiladas casas, bohardas o balcones alrededor de la plaza, y desde allí tiraban al ídolo flechas, y hasta tiros de escopeta, de noche. Poca mella le hacían, a lo más le quitaban trozos del dorado; sin contar con que casi todos los tiros fallaban. De vez en cuando, eso sí, un bodoque hacía temblar el monumento y le arrancaba bramido sordo; de lo cual se enfurecían los fieles, pero también creo que una cierta satisfacción les daba. De hecho, a quien más aborrecían ellos era a los indiferentes, a los que transitaban calle abajo calle arriba sin darle al ídolo más beligerancia que una mirada distraída. A los enemigos los necesitaban.
A mí el ídolo me daba en los nervios: esto me nació no sé cuándo y me fue creciendo paulatinamente. Como yo no pertenecía a ninguno de los tres grupos, pues el ídolo me producía repulsión y temor, y no me dejaba indiferente, me sentía como en el aire y como extraño a todos, sin congeniar con ninguno. Eso no era voluntario en mí, ni tampoco lo podía evitar; y esa fue mi tragedia.
No sé cómo nació en mí el aborrecimiento; quizá por el aburrimiento. En Magnápolis se topaba al ídolo hasta en la sopa. Como extranjero llegado a Magnápolis a ganarme la vida, yo estaba en la disposición de aceptar con respeto todo lo de la rica y potente ciudad, o al menos callar la boca ante lo que no gustara, como se debe hacer en el extranjero. Y el ídolo al principio hasta me atraía [...]
Poco a poco comencé a virar. Creo que más que el ídolo empezaron a cargarme los idoladores. Tenían todos una misma manera de ser, y nunca estaba uno seguro de entenderlos del todo: creo que ni entre ellos se entendían, aunque de fuera se mostraran siempre cordialidad desmedida. Debo confesar que una vez el ídolo me derribó en uno de sus ciegos manotazos; pero ya hacía tiempo que yo le sentía tirria; justamente me derribó porque me arrimé para verlo de cerca; de cerca solamente se veía su fealdad. De lejos, al crepúsculo y entre el incienso, daba la impresión de majestad y fuerza.
Era un fastidio: uno no podía hablar en la ciudad de miedo a ofender sin querer a uno de los idoladores, y ser acusado a los Sumos Sacerdotes. Por más cuidado que uno tuviese, las ceremonias, ritos, prescriptos, tabús y chibolets del ídolo eran demasiados y demasiado complejos para recordarlos todos cada momento, si uno no dedicaba toda la vida a eso, y dos horas diarias de estudio, como hacían los idoladores [...] Empecé a luchar contra esa obsesión de acordarme con disgusto del ídolo a cada momento, y verlo por la noche en sueños envuelto en nubes verdosas. Pero fue inútil. Cada mañana al levantarme me decía: "el ídolo no existe". Es una fantasía tuya. "¡Afuera!"
Pero ahí estaban las trompetas de bronce para desengañarme, y las ceremonias del 6, 15 y 24 [N: de cada mes] y las insignias por toda Magnápolis; y en el hotel donde vivía estaba lleno de idoladores -de modo que en la mesa a veces me pasaba callado todo el tiempo, porque no los entendía o me daban en rostro: eran muchos y yo era extranjero. Alguna vez, ante una afirmación demasiado absurda, me sulfuré y me descaré y con una fresca hice callar a alguno. Me fue siempre mal. A la larga la pagaba. No se podía tocar el ídolo sin pagarla. Los únicos que andaban siempre impunes eran sus enemigos. Más todavía que sus amigos.
Esta gente no leía más que el "Manual de los oráculos" -o mejor dicho se lo sabían de memoria- y despreciaba toda otra literatura [...] Un día me atreví a discutirle un oráculo a un idolador pequeño y gordito, cara de bruto, que estaba solo conmigo y un bock de ceveza, una tarde sofocante de agosto. "Vea, amigo -le dije-, juzgado con criterio estético, el dios es repugnante, es inarmónico y disonante... Ahora, juzgado a la luz de la religiosidad, usted dirá". Se puso lívido. "Usted carece de los ojos de la fe -barbotó tartamudeando-. Usted es ciego. El dios es supremamente bello". Se levantó de la mesa y salió. A los pocos días me cobraron en la caja del hotel una multa picante por haber transgredido una ordenación mínima, que todo el mundo traspasaba: la de entregar la llave al portero al salir. El idolador me había denunciado.
¡Y a eso llaman libertad de conciencia!
Sentí que empezaba a volverme estúpido, intimidado y perverso. No se puede vivir en contra del ambiente en que uno vive. Empezaba a prestar rédito, o al menos a dubitar, a las consejas increíbles que del ídolo contaban los enemigos. Que los gemidos que exhalaba el ídolo, como yacaré empachado, venían de infelices adoradores que el ídolo recogía al azar de sus manotazos y engullía por una gigantesca estoma que tenía en el tórax entre los tres pares de brazos; que el infeliz se iba muriendo lentamente adentro sin dejar de adorar al ídolo: esto decían los enemigos. Y curioso es que los idoladores lo admitían en lo esencial, rechazando solamente el pormenor de la víctima, que ellos sostenían no era sino un enemigo. Pero yo creo seguro que los gemidos venían de un fuelle, colocado allí por los sacerdotes, que servía también para el sí y el no de los oráculos. Sin embargo, cuando empecé a odiar y temer al ídolo, empezó a vacilar mi racionalismo, y las fábulas empezaron a parecerme probables. Por eso digo que empecé a idiotizarme.
Proyecté marcharme a otra ciudad [...] No estaba ya en mi mano dejar de pensar en el ídolo, y mi alma ansiaba un poco de paz. Pero he aquí que me dijeron que en todas las otras ciudades era lo mismo, que cada una tenía su ídolo; por lo menos, todas las ciudades de que se tenían noticias en todo el contorno [...] Cuando me vi sin salida, me entró una especie de angustia muy penosa, que aunque enteramente absurda, me hacía mucho daño y arruinaba mis negocios. Me pasaba los días enteros discutiendo con el ídolo; y aun las noches, pues dormía muy mal. Cómo me habré puesto, que hasta me entró en la cabeza -o medio entró- la descomunal sandez de pasarme a los enemigos. Pero los enemigos eran perfectos idiotas que no hacían absolutamente nada, antes bien parecían amigos disfrazados. Los amigos sin disfrazar, con el fastidio y todo que les tenía, todavía eran mejores; porque al menos tenían poder real, se consolaban con sus ceremonias y se ayudaban en sus negocios. Esto fue en el tiempo de la angustia. Claro que estando allí, yo no era yo mismo.
Me las empecé a ver muy negras, y hubo un momento en que me di por perdido, menos mal, el recuerdo de mi abuelo el arquitecto y sus hazañas de "pionero" me salvó; y también la amistad de una buena señora, que aborrecía también al ídolo, pero no le hacía tanto caso. ¿Por qué tenía que hacerme mala sangre? ¿Me faltaba algo en la ciudad? ¿Me obligaban a adorar a la estatua por si acaso, y ni siquiera a verla? [...]
Empecé a "dar de mano" al ídolo, a empujarlo poco a poco a razonable distancia, a mirar la parte grotesca del asunto. ¿Qué derecho tenía yo a querer que fuera destruida esa legendaria y centenaria consolación de miles de personas sólo por mi gusto? [...] Seguirles la corriente a los idoladores, aunque uno no viese a dónde van a veces, tampoco es imposible. Al fin y al cabo, casi todos ellos son hombres buenos, aunque con ese toque todos de la reserva y los tapujos y no tocarles los puntos neurálgicos. Con razones y cautela se puede arreglar uno con todo el mundo, y ellos pasan por todo; lo único que no pueden perdonar es la inteligencia y la alegría [...]
¿Ídolo de multitudes? |
[...] Yo no busco dolores de cabeza, y evito las discusiones: vivir y dejar vivir. No creo que Dios me tome en cuenta tres ceremonias fingidas que hago cada mes sin creer en ellas. Sé que dudan de mi fe aunque sin poder probarme nada, y me han puesto el mote "sine-Deo-in-hoc-mundo". Mientras no pase de ahí, no importa. Yo creo en Dios, no soy ningún judío; y que el ídolo sea la imagen exacta del Dios verdadero, no me meto. Yo no lo puedo creer, pero no impido a nadie que lo crea; y cuando de noche me gritan la contraseña: "¡corpórea!" contesto fielmente "¡material y visible!", o bien "imagen" inmediatamente les vocifero: "del Dios vivo y verdadero" [...]
¿Para qué vivo yo? [...] Tengo ya más amigos del otro lado que de éste. Creo que lo que me conserva en vida es esa misma visión horripilante pero curiosa: "la ciudad que se hunde con ídolo y todo, aunque yo eso no lo veré". Pero lo que uno sabe cierto que acontecerá, ¿acaso no lo ve?
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