miércoles, 7 de septiembre de 2016

MEDITACIÓN DEL DOLOR VIRTUOSO

«Dios no eligió como instrumento de redención ni la belleza, ni la sabiduría, ni el genio, ni el poder, ni la gloria, ni ninguna de esas grandes cosas que los hombres persiguen y adoran y por las cuales venden sus almas, sino el dolor, que es algo oscuro, de lo cual  todos los seres huyen, y que sirve a la filosofía puramente humana como argumento contra la existencia de Dios porque no entiende su función compensadora».

Hugo Wast, Flor de durazno.



La civilización del analgésico, que se derrama en vaguedades y en reciprocidades simuladas, en retiradas ominosas de la escena del deber y en un sinfín de cortesías inanes, esta civilización, decimos, logró parir sin esfuerzo -logró sintetizar, más bien, en la glacial asepsia de sus probetas- esta raza de zombis que conviven con la muerte en todas sus formas (señaladamente con la muerte del espíritu) sin siquiera advertirlo, sin que se les escape una queja ni aquel estertor testigo del último rezago de vida que se esfuma a su pesar. Las quejas, más bien, y no por sobriedad estoica, están proscritas en el bazar universal de las distracciones, de las nulidades vinculantes. Es que las conciencias revolucionadas, pese a sus ademanes de autonomía y a su alharaca contracultural, se caracterizan por el más rígido de los conformismos. La rutinización de la actividad mental y la cristalización de ese acotadísimo patrimonio de conceptos que lleva el progre en sus alforjas termina siendo la forma más indecorosa de conservadurismo: la del que entierra el mayor de los dones recibidos (la vida del alma) para que el "progreso", si tal lo hay, pase todo por afuera (en la esfera de los accidentes). Como el bonsai, aquella técnica japonesa consistente en reducir a las especies arbóreas al enanismo merced a la poda sucesiva de sus raíces pivotantes, acá se han cortado a designio las raíces que vinculan al hombre con su nutricio sustrato histórico-cultural, con la experiencia y la sabiduría adquirida por sus predecesores -casi digamos que con todo lo que constituye la específica naturaleza humana-, para dejar apenas en pie un ser postrado en sus proyecciones, un medio hombre digno de otro nombre. Palabras más palabras menos, la paradoja ya había sido advertida por Kierkegaard al promediar el siglo XIX: los hombres se ha abocado a muchas simultáneas especialidades con trágico olvido de lo que es ser hombre.

El recorrido histórico de la gangrena, partiendo -para fijar un punto de partida- del heresiarca sajón hoy próximo a ser canonizado por la Jerarquía des-catolizante, supo trazar el curso pendular tan del gusto moderno, y del tratado De servo arbitrio, desarmante alegato en pro de la bestialización de los hábitos, se pasó a la exaltación del libre albedrío, haciendo de esta facultad humana un todo devorador, más o menos como si redujéramos al hombre a su páncreas o a sus intestinos, grabados éstos en blasones y vitoreados por toda una canalla lista a aplastar a quienes se sirvieran recordar, verbigracia, la existencia del sistema nervioso. Vemos, pues, que tanto la negación como la afirmación excluyente del libre arbitrio condujeron a idénticos resultados, tal como una moneda sirve para adquirir lo mismo así se exhiba su cara o su cruz.

El agasajo de la libertad de opción con el más conmovedor olvido de la libertad espiritual (consiguiente a la opción libre por el bien), ¿qué supone sino trocar el fin de nuestras operaciones por su condición previa, el mérito por la neutralidad de las circunstancias, la plenitud deseable por una potencialidad aún informe? Es tanta la insensatez de los que yacen en esta acre confusión como su frecuente regodeo en esta su condición transeúnte. Se trata, al fin de cuentas, de un efecto fácilmente atribuible al orgullo: aquel que impele a la recusación indefinida del objeto a instancias de la jabonosa inflación del sujeto.

Este derrotero hacia la autoextinción, esta procesión insensata y criminal, aunque viene de largo, no deja de asombrar en sus más recientes hitos a las generaciones que, prolongadamente adiestradas para el colapso, van cediendo el protagonismo de la hora a sus sucesores. Así, un socialista octogenario, en viniendo a enterarse de la separación conyugal de un joven amigo, todavía puede espantarse y musitar unas gimientes razones. «La sociedad está enferma», dice con razón y entre suspiros, aunque el diagnóstico reclame mayores precisiones, inaccesibles a esta altura al caletre moderno. Los hijos del socialista ya carecen de ese reflejo, diluyendo el drama en la sopa anestésica de su exangüe conciencia de lo real. «No hay drama»: tal la muletilla cuales sus voceadores, los mismos que pretenden hacer de los fracasos motivados por la perversa voluntad humana otros tantos hechos inexorables, como si el Creador de la naturaleza no nos hubiera concedido el don tremendo de la libertad, incluso para el mal. ¡Necios!: de esta estopa están hechos los paladines de la «lesa humanidad» que, al mismo tiempo y sin ruborizarse, son capaces de equiparar el aborto a la extirpación de un quiste. Es la fuga de la sindéresis amparada en la presunta ininteligibilidad de las cosas lo que produce estos horrores, estos monstruos de conciencia, una ética postiza y la sustitución de la bondad por el buenismo.  «La vida sigue», proclaman los que yacen muertos entre cuantiosas ruinas, e invitan a regocijarse presto a aquellos a quienes cumpliría llevar luto.

Recordemos la tremenda respuesta del Señor a Pedro cuando éste quiso disuadirlo, con humanas razones y bienintencionados rodeos, de afrontar su Pasión. Recordemos cómo aquel sorbo de vinagre mezclado con hiel que mojó sus santísimos labios en la Cruz le hizo gustar sólo su amargura, pero no así su efecto narcótico, ya que no aceptó beberlo. Si la adoración, como lo sostiene Von Hildebrand, es lo que hace al hombre capax Dei, la misma propiedad le cabe al dolor reparador. Esto es lo que le devuelve al hombre su semejanza divina, toda vez que el Hijo Unigénito supo, en su presciencia, que por esta regia vía rescataría a la estirpe prevaricadora de Adán.

Por eso Hugo Wast, a continuación del pasaje arriba citado, nos recuerda que
el dolor no es solamente instrumento de redención, sino indicio de predilección de Dios hacia alguna criatura, de tal manera que los que no sufren deben inquietarse por su desamparo y llamar a las puertas de la misericordia sin descansar, reclamando su porción de dolor como un hijo reclama su herencia legítima. Santa Ángela de Foligno nos dice con palabras inspiradas por el mismo Jesús: "aquellos a quienes yo amo, comen más cerca de mí, en mi mesa, y toman conmigo su parte en el pan de la tribulación, y beben en mi propia copa el cáliz de la pasión". ¡Pobres ciegos los que esto ignoran y se rebelan contra lo que es señal de predestinación! Por eso exclama el Eclesiastés: "¡ay de los que pierden los sufrimientos!"

¡Ay de los que dejan pasar la oportunidad de llorar a fondo! Para éstos y no para los desertores del dolor es que se ha proclamado una vibrante bienaventuranza: tal la impostergable lección olvidada por el hombre "autárquico". No por nada cunden hoy esas aberraciones orientales chapadas a la moderna que persiguen el nirvana, la ataraxia de las larvas, la ausencia del dolor al precio de la renuncia a la felicidad. Por si no bastara con esto, el pecado sigue multiplicando las penas, que son sus frutos, siendo sólo la asunción de las mismas con fines expiatorios lo que detiene la devastación debida al pecado: éste es el secreto sigilado que los cristianos no debemos olvidar en esta hora de crecientes tinieblas y amenazas inminentes, al paso que los poderes públicos ya se animan a romper a coces las puertas de los conventos de clausura y a procesar a sus madres superioras por no haber practicado la democracia en el claustro.

Según exégesis extendida entre los Santos Padres, así «como el diluvio no se verificó de repente y en un solo instante sino poco a poco, tuvieron tiempo los pecadores de pedir perdón a Dios, y [...] se sirvió el Señor del temor que tenían de la muerte para inspirarles el arrepentimiento» (artículo «Antidiluvianos». Diccionario de teología, por el abate Bergier). El Apocalipsis, en cambio, adelanta otra disposición de ánimo en quienes sufran los castigos de las postrimerías históricas: «enormes granizos -como de un talento- cayeron sobre los hombres, que blasfemaron a Dios a causa de la plaga del granizo» (16, 21). Se trata, al parecer, de conciencias cerradas a cal y canto al más leve influjo de la gracia de la conversión, para quienes el fracaso y las penas ya no obran ningún estímulo salvífico.

Lo supo un sodomita empedernido como Oscar Wilde, a quien la cárcel regeneró en hostia viviente. Lo supo un atormentado Baudelaire, que pudo transfigurar sus cuitas:

Oh Dios, bendito seas que das el sufrimiento 
como un divino díctamo de nuestra impuridad 
y como el más activo y el más puro fermento
que prepara los fuertes para la eternidad. (Versión de Castellani)

Pero nuestros coetáneos lo ignoran y quieren ignorarlo. Si hubiera un correlato filosófico del «pecado contra el Espíritu Santo» del que el Señor nos previene (Mt 12, 32), éste sería aquel contra el que Parménides advirtió sabiamente a los suyos: el del escepticismo que se niega a reconocer la verdad conocida y que disuelve el ser en el no-ser, afirmando simultáneamente una cosa y su contraria. No hace falta explicar que este caos voluntario de la mente hace imposible, de suyo, la aceptación de las verdades necesarias, ¡cuánto más la aceptación del dolor expiatorio, contra el que la prudencia de la carne tiene siempre listos sus recaudos! Es desde esta miserable perspectiva que hoy tantos patanes se conceden encaminar su proceso al cristianismo, incluyendo en la causa al logos helénico y a todo el entero edificio de nuestra cultura que, junto con la diafanidad del ser y contra su indistinción caótica, se ha dignado transmitir desde siempre estas noticias hoy asaz incómodas.

Si la cacareada "nueva evangelización" alude a los multitudinarios encuentros de jóvenes y los cancioneros litúrgicos a go-go, habrá que entender por tal fórmula una simple inversión de perspectivas, haciendo de la Iglesia la catecúmena de los misterios del mundo. Abolida, para más abundar, la noción misma de «pecado», esto no hará más que envalentonar a los impíos, que ya no reconocen en el cristiano a un oponente de temer. Iglesia y mundo se identificarán soezmente, como ya lo hacen, y no habrá necesidad de conversión, y ya ni siquiera la oportunidad cierta de sufrir ablandará los corazones de granito. En cambio, «argüir al mundo en lo relativo al pecado, a la justicia y al juicio», y hacerlo con voz precisa y clara: esto es lo que Cristo nos mandó, más que consensuar treguas con Satanás.

Y elevemos un pedido clamoroso, con miras a que algunos se salven: apúrense nuestros sacerdotes a predicarnos los novísimos antes de que lo hagan las bombas.

11 comentarios:

  1. Muy pertinente la reflexión en su conjunto, brillantemente expuesta y redactada.

    Parece sensato pensar que Occidente/la Cristiandad, desde 1789 o incluso antes, vive inmerso/a en pleno proceso de putrefacción del espíritu (la informe aproximación a las filosofías orientales así lo atestigua), y que esta putrefacción debe entenderse ante todo como una renuncia a la Verdad (que sólo es Una, contra el manido enfoque relativista emperrado en negarla). Este proceso de putrefacción, digo, participa no ya de unos agentes disolventes típicos (la huida del dolor, el auge de las democracias liberales y su ateísmo de garrafa consiguiente, el envilecido concepto de progreso condorcetiano, el fetichismo de la imagen, los triunfos de la cirugía estética, la dictadura de la memez institucionalizada, etc., un totum revolutum de agresiones a la vida del espíritu asumidas por pura creencia), sino también de la propia lepra modernista que ha ido paralizado poco a poco el apaleado Cuerpo Místico en un estado de zombificación propio para la urdimbre de un mal monstruoso del que todavía no tenemos, ni por asomo, la menor idea. Pues el Anticristo ya está operando tras siglos de escaramuzas su maléfica e imprevisible Solución Final. Y esta solución, ya ilustrada en el Libro, apunta hacia una misma dirección, como tan bien bosquejó Benson en el prólogo de su novela capital.

    Sin incurrir en anacronismos, la amenaza de Occidente, a fin de cuentas, no es otra que la amenaza del dogma: Occidente no puede hacer frente a esta amenaza, pues no tiene nada que ofrecer a cambio que no sea un pragmatismo auto-destructivo, sin conexión real con su propio tiempo, que no es el de Steve Jobs, sino el de Cristo. Mientras el satanismo, la demagogia y el pragmatismo avancen a pasos de cíclope gigante, el Occidente apóstata ya sabe (es decir, no sabe) hacia dónde camina.

    Claro que Cristo tendrá la última palabra.

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    1. La culpa no es de occidente, sino del sionismo que se infiltró en occidente y de los que le entregaron la Fe en bandeja de plata luego del concilio.

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    2. Totalmente de acuerdo. En el propio texto, si lo lees bien, lo dejo entrever:

      "...sino también de la propia lepra modernista que ha ido paralizado poco a poco el apaleado Cuerpo Místico..."

      El modernismo, obviamente, conlleva implícito el sionismo. ¿Y qué no hizo el CV II sino apuntalar definitivamente el "modernismo" a través de los teólogos progresistas, tipo Rahner? Ismo que por cierto comienza a germinar desde León XIII a Juan XXIII, tras el relativo frenazo supuesto por San Pío X y sus sucesores.

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  2. Basta de llorar, amigos. Suéltenlo todo. Todo lo bueno que pasó, pasó para esto, para caer y caer, hasta que Él vuelva. Alegrémosnos! Maranatá!

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  3. NO HAY SALIDA NI SALVACIÓN.
    EL ISLAM VENDRÁ A DESTRUIRNOS.
    CADA MAHOMETANO UN DIABLO.
    CADA MASÓN UN ESLABÓN ROTO.
    LO MANDA BERGOGLIO.

    Judas Mundi

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    1. ¿No hay salida ni salvación? ¿La última palabra la tienen el Islam y los masones? Bah, se equivocó de sitio, Judas.

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    2. Quizás por eso tomó ese nombre...

      (Para no desentonar, y siguiendo a Bergoglio, habría que decir: 'pobrecito' Judas)

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    3. Anónimo, no siga usted demasiado a BerGOGlio,no vaya a ser que de seguirlo se le atragante el quinteto de Judas.

      Anónimo 4

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  4. Pero ha sido el Modernismo el que ha usado con profusión el lenguaje ambivalente con la intención expresa de engañar, pero presentándolo de tal forma que conserve las apariencias de verdad. Expresiones que siempre se han utilizado en un determinado sentido y que aún ahora se conservan, pero que por su misma naturaleza son capaces de admitir otro, que es el que en realidad se pretende. La forma tradicional sirve de escudo ante la posible acusación de engaño, así como también de pasaporte para que lo que se pretende inculcar pase sin problemas; mientras que la verdaderamente intencional queda de momento disimulada. Los hechos han demostrado que tales formas ocultas acaban por aparecer e imponerse a las aparentes, en una eficiente manera que muchos han denominado bombas de relojería o de retardo.

    http://www.alfonsogalvez.com/es/editoriales/2572-el-yelmo-de-mambrino-5

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  5. ¡Gracias Flavio por esta meditación! De todas maneras yo no pido sufrimiento, como quiere Wast, ¡eso viene solo! Creo que Castellani dijo algo así en algún lado, pero en verdad no estoy seguro... Muchas Gracias nuevamente. (El anónimo del 2 de enero de 2017, 11:52, Entrada del 28 de Diciembre 2016)

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    1. Las gracias a Ud. (con excepción del anonimato). In Domino

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