jueves, 9 de abril de 2015

UN CANTOR PARA LAS MISAS DE FRANCISCO

No tendría que sorprender a nadie si ahora mismo, transcurridos los rigores (¡!) cuaresmales y vueltos a sonar el Aleluya y el Gloria in excelsis en nuestros templos, las misas dominicales en San Pedro se vieran aderezadas con el canto de aquel andrógino barbado premiado hace poco en cierto festival televisivo del occidente Occidente. Es sin dudas el cantante más idóneo para las misas de Francisco después de que éste, en su escalada de sorpresas sin respiro, llegara a proponer a los transexuales como viri probati pasibles del lavatorio de los pies del Jueves Santo.

Al fin de cuentas, Bergoglio no es ningún príncipe renacentista, motivo por el que puede permitirse desairar olímpicamente al coro y a la orquesta dispuestos a agasajarlo con un concierto programado meses antes en la Capilla Sixtina (en aquella memorable ocasión, a poco de su inopinada elevación al Solio, la imagen del sitial vacío debió servir para poner de acuerdo por fin a los propugnadores y a los adversarios de la tesis de la sedevacancia, que al menos esta vez no podía sensatamente discutirse). Pero a lo que el Santo Padre y el poderoso lobby que lo secunda no le hurtarán jamás el bulto, vistas las cosas en su cruda evidencia, es a prodigar toda suerte de atenciones a los reos del vicio nefando, tal como lo dejaba entender el inaudito mamarracho redactado en el pasado Sínodo de la Familia (¡!): «las personas homosexuales tienen dones y cualidades para ofrecer a la comunidad cristiana», etc., etc.

La eventual presencia  en una misa pontificia de Conchita Wurst (tal el alias del depravado cantor aludido más arriba) no revistiría, en rigor, mayor gravedad que el lavado de los pies de un pervertido contumaz concretado por el propio pontífice, al que luego -pese a la prescripción que hace de las Sagradas Especies aquel eminentísimo bien non mittendus canibus- se le dio la sacrílega comunión para regocijo de las cámaras. No faltará un Paco Pepe de la Pecunia que sepa valorar a su debido tiempo la osadía de un Wurst refregándose contra las columnas de Bernini, tal como valoró positivamente el reciente caso del transexual.

Lo cierto es que, si hay que atender a las galopantes pruebas que así lo indican, ese magma de herejías que genéricamente denominamos «modernismo» ha revelado al fin su inspiración bajoventral, agravada por los usos contra natura. Si no menos evidente resulta la difusión del fenómeno en todos los ámbitos (el legislativo, las finanzas, la política, el espectáculo), su irrupción ostensible y ostentosa en la nueva Iglesia parece estar sellándole a ésta la frente con aquel nombre que leyó el Apokaleta (17, 5): Mysterium: Babylon magna). Símbolo elocuente de este estado de cosas -el de la sustitución arquetípica de la santidad por la sodomía- es la probable remoción de la estatua del padre Junípero Serra, evangelizador de los indios de California, por una de la lésbica astronauta Sally Ride en el Capitolio de los Estados Unidos.

La consagración oficial -aún en ciernes- del más vergonzoso de los desafueros en la misma Iglesia, sazón última en la espiral descendente de los tiempos, no puede sino atraer plagas y calamidades sobre todo el mundo, aparte de las ya en vigor. Motivo por el que la ciudadanía, incluso la honorable turba de los ateos y antinomistas varios, debería evitar congraciarse con tanto prelado apóstata, acarreador seguro del mayor de los daños para la muelle esperanza terrena. Y serrucharse las manos antes de aplaudir la futura presencia de travestidos en el presbiterio de San Pedro.

domingo, 5 de abril de 2015

ÉSTA ES LA VICTORIA QUE VENCE AL MUNDO

«Se formó, en aquellas mentes lentas en creer, una persuasión firme que en ellos llegó a mudar y a subvertir el estado de ánimo anterior, dándoles un corazón nuevo. En estos decepcionados, en estos hombres descorazonados, abatidos y deprimidos por la espantosa catástrofe en la cual había naufragado, junto con la vida y el honor de su Maestro, incluso la esperanza de un porvenir más radiante, la fe en el Resucitado suscita testimonios a frente erguida, que se ofrecieron a Él hasta el derramamiento de la sangre.

Entre la pequeña grey dispersa que poco antes se escondía apocada y temerosa y el grupo unido, compacto, ávido de conquistas, se advierten varias divergencias: hay una transformación, un heroico vuelco de sentimientos sobre el que viene a fundarse ahora su voluntad. Anticipándose en algunos años a la palabra más tarde acuñada, puede decirse que de ahora en más ellos son cristianos, vale decir, hombres para los cuales Cristo es la vida y que lo subordinan todo a su servicio: que no oscilan ni ceden en ninguna cosa al mundo -salvo, sólo por algún breve instante, a su antiguo sueño carnal. Entonces, el secreto de tan admirable mutación es la así llamada Fe del día de Pascua: ¡verdaderamente Cristo ha resucitado!  Este hombre abandonado por ellos, y que habían visto desamparado por el Padre celeste, y que había sido por sus enemigos desafiado -en vano- a salvarse; este condenado, este ajusticiado en el patíbulo vive, Él ha resucitado, Él es el Señor. Él está sentado a la derecha del Padre. Esta persuasión indomable no puede ser fruto de una prolongada incubación mental, el término en el que desemboca una elaboración doctrinal, la revancha y la reacción imaginaria por las persecuciones padecidas, la proyección de las antiguas Profecías. No es ésta una consecuencia, sino al contrario: una causa que subsiste por sí y todo lo sostiene, todo lo explica desde su aparición: no es un desenvolverse y un desarrollarse, sino el sostén inicial y el primer estremecimiento de la vida cristiana»

L. de Grandmaison, Jésus-Christ, son message, ses preuves.




SURREXIT DOMINUS VERE. ALLELUIA!               (Gregoriano)




viernes, 3 de abril de 2015

AL ÁRBOL DE LA CRUZ





Árbol feraz, invicto sobre todo
que, enhiesto en lo escarpado de la piedra
y hendiendo el cielo, de sus auras medra,
raíz en alto, con no usado modo,

deja llegarme a ese empinado codo
en que se muda el hombre y no se arredra
al verse renacer como la hiedra
en tu redor, de luz y paz beodo.

Deja que more siempre aquí escondido,
que coma de tus frutos, y a tu techo
repare los langores de esta vida,

oh Leño del honor más acrecido,
aquel que el Rey, cual recamado lecho,
quiso acordar para su prometida.


Fray Benjamín de la Segunda Venida


domingo, 29 de marzo de 2015

UN HIT ESTRENADO EN RAMOS

Habrá que darle la razón sin chistar a monseñor Gänswein, aquel prelado devenido nexo entre ambos pontificados (el emérito y el ministerial, en tanto secretario personal del primero y prefecto de la Casa Pontificia, en lo que al segundo respecta) cuando, montado en ambas grupas del camello, afirma en recentísima entrevista que «lo que resulta un tanto difícil [de Francisco] es una cierta imprevisibilidad en el actuar, en los cambios, sorpresas de último momento que nunca faltan» (fuente aquí). Se sabe que desde que Bergoglio se lanzó a predicar a su «Dios de las sorpresas» a trueque del Dios objeto de contemplación admirativa, las sorpresas como de ilusionista de feria no cesaron. Pero se trató por regla de sorpresas desagradables: conejos que salían muertos de la galera, palomas que no eran tales las que asomaban por las mangas sino cuervos a lo Hitchcock...

Esta del afán inmoderado de sorprender, en lo tocante al Papa, parece ya una patología severa que algún profesional tendrá que encuadrar en sus apropiados términos clínicos. Si se lo hace con vistas a atraer la atención de los incautos, será menester revisar las estratagemas de marketing, pues salta a la vista que el recurso acabó siendo empalagoso al paladar de las muchedumbres. Así lo comprueba hoy el sitio Call me Jorge, reproduciendo las fotografías de la plaza San Pedro en los tres últimos domingos de Ramos, con afluencia notablemente decreciente.

El citado Gänswein no ahorra en la nota citada las alusiones a la continuidad entre ambos pontificados pese a los estilos personales tan distintos, por lo que tampoco le discutiremos este aserto. La ratzingeriana «hermenéutica de la continuidad» -aplicada esta vez a la existente entre los papados posconciliares, única ciertamente reconocible, con los encuentros multirreligiosos de Asís, las loas a Lutero, los pedidos públicos de perdón al mundo y el encomio de la "sana laicidad"- continúa su avance, ensanchado su cauce por el tenaz empuje del limo que va añadiéndose a su paso y que socava las orillas. Un aluvión de fango pronto a borrar la distinción entre Iglesia y mundo, haciendo de aquélla una delegación tímida de éste.







Vale reconocer, con todo, una visible discontinuidad, y ésta se refiere siquier al decoro de las celebraciones, que en tiempos de Benedicto XVI todavía conservaban notorios rasgos católicos. La inverecundia rupturista consta hasta la náusea en el modo de iniciar las celebraciones de Semana Santa, como lo ilustran los vídeos consignados abajo. En el último Ramos de Benedicto, coro y orquesta entonaron aquel himno procesional atribuido al obispo Teodulfo de Orleans (750-821), el Gloria, laus et honor que acompasa el ingreso a la basílica remembrando las aclamaciones de la plebs hebraea en la entrada triunfal del Señor en Jerusalén.





Francisco, en cambio, fiel a la previsible mecánica de sus sorpresas, estrenó en Ramos una cancioncita de cuya letra es autor, correspondiéndole la música a un ignoto compositor (¡!) argentino. No creemos necesario comentar nada de lo que supone esta porquería infiltrada en ocasión tan solemne, verificándose a toda prisa una nueva cota en la oleada profanatoria en pleno vigor, aquella «abominación de la desolación en el lugar santo» (Mt 24, 15) de la que el Señor nos advierte. Sólo comprobar cómo a la absoluta ausencia de belleza se le adjunta proporcionadamente el silencio en relación al sacrificio redentor pronto a consumarse. Naturalismo del más ramplón y pésimo gusto, y ambos en una plaza disminuida en fans, a los que ya no contenta tanta escasez de recursos. Esa «canalla indomesticable [...] que no sirve sino para hacer pueblo, para gritar, para meter bulla, [y] que en los días solemnes desacredita las mejores causas» (Galdós) acabará por soltar un bostezo plúmbeo sobre el pontificado del Demagogo, y la institución del emérito será el efugio para decorar el fracaso de la Iglesia democrática.





NOTA: habiéndole dado curso a estas líneas vinimos a saber, gracias al aporte de un lector, que en la procesión de Ramos de Francisco se entonó el mismo himno que tradicionalmente se emplea en tal ocasión, aquel señalado en el primer vídeo, correspondiente al último Domingo de Ramos de Benedicto XVI. No se trata, entonces, de que el Gloria, laus... haya sido sustituido por el himnete sensibloide que se publica a continuación. Sí se trata de que, no apenas acabada la función cultual con que se inicia la Hebdómada Santa, ese atentado contra el buen gusto y contra el sentido trascendente de nuestra fe sonó a todo volumen en la plaza San Pedro, en un hecho seguramente sin precedentes, digno de alojarse en la Caja de Pandora del Papa Sorpresas.

martes, 24 de marzo de 2015

EL PUTSCH DE LA MISERICORDIA

Y finalmente llegó el gran golpe de efecto. De parte de un actor consumado y experto, pero sobre todo de una voluntad de hierro y un ego desmesurado.

por Patrizia Fermani
    Traducción por F.I.


Bergoglio fue llevado al balcón de las bendiciones por aquellos que pensaban que había llegado el momento de hundir finalmente la barca de Pedro. Al pueblo de Dios le bastó que le lanzasen sin costo alguno los maníes de la demagogia, aquella demagogia que después del sesenta y ocho conmovió a las clases media-altas seducidas por el pobre fingido. El amor masoquista de los sacerdotes conciliares hacia los enemigos oficiales de la Iglesia de Cristo debía ser finalmente correspondido. Así, cada maitresse à penser de Repubblica y alrededores podía gritar al mundo que la Iglesia ha muerto y luego ¡viva la nueva Iglesia!, por definición otra respecto de la anterior: exiliado un Papa, se crea una nueva Iglesia.

¿Pero en qué consiste la nueva Iglesia, ya no más católica romana? Es la que debe conquistar la primacía superando incluso al protestantismo para ponerse al servicio y a remolque del siglo. Precisamente al servicio de la ola que está arrasando una civilización junto con su religión, después de la aniquilación de la filosofía y de la estética. Sólo la moral había sobrevivido por un tiempo a la filosofía y la estética por estar ligada al espíritu de supervivencia de la sociedad y los individuos. La Iglesia oficial con su Magisterio trataba de mantener con vida a la moral cristiana, por muy debilitada que ésta estuviese. Benedicto XVI lo advirtió: si se abandonan los principios y se reemplazan con la libertad de la nada y de su horror, no se salvará nadie. Había lanzado la última alarma antes de que se desatara la guerra. Los principios se han suprimido, sustituidos por la libertad de la nada, para la nada y para su horror.

El sínodo de la familia fue establecido por Bergoglio como asamblea constituyente con la tarea de decretar el fin de la Iglesia católica, con el repudio de su enseñanza a partir de la moral de la familia. El programa de esta muerte anunciada está todo detallado en el párrafo 9 de la Relatio final del sínodo del 2014, que pasó a ser la base para el sínodo definitivo de octubre próximo. Merece una lectura cuidadosa. Leemos que se debe tener en cuenta principalmente esto: «... los individuos tienen una mayor necesidad de cuidarse a sí mismos,... de conocerse  interiormente, de vivir más en sintonía con sus propias emociones y sus sentimientos, de buscar relaciones emocionales de calidad», por las cuales «esta legítima aspiración puede estimular el deseo de comprometerse en la construcción de relaciones de donación y reciprocidad creativas, responsables y solidarias como aquellas familiares», «... el desafío para la Iglesia es el de ayudar a las parejas en la maduración de la dimensión emocional y en el desarrollo afectivo...»; y más adelante, en el párrafo 10 -que en honor a las banderas mencionará al menos al amor conyugal- se expresa la queja de que «muchos tienden a permanecer en los estadios primarios de la vida emocional y sexual».

El alcance de este pasaje representa probablemente el verdadero manifiesto de la nueva iglesia de Bergoglio, que no tiene más nada que ver con la teología y la moral católica. Es el verdadero manifiesto de una revolución que debe ser proclamada oficialmente. Aquella que suprime el alma y consagra al ídolo de la materia.

Cuando Jesús se encuentra con la mujer adúltera, no le pregunta cuál haya sido el "camino" psicológico que la condujo a la traición de su marido, cuáles fueron las pulsiones y las emociones por las que dejó llevar. No hace indagaciones psicológicas, sino que le dice simplemente: «vete y no peques más». Le ordena apelar a la voluntad y orientarla por los caminos del bien. Habla del pecado que supone la transgresión del mandamiento divino. Habla al espíritu de la mujer porque el hombre, hecho a imagen y semejanza de Dios, tiene la capacidad de reconocer el bien y es susceptible de perseguirlo: tiene la sabiduría dada por Dios y la voluntad para hacerla fructífera. La transgresión ocurre cuando el hombre, por soberbia, piensa alcanzar una sabiduría superior a la que se le dio y ordenar su propia voluntad en una dirección opuesta a la deseada por Dios Creador y revelada por Jesús a la conciencia del hombre individual.

Así a la Iglesia le ha sido dada la tarea de perpetuar la paideia cristiana dirigida a la salvación del alma a través de la búsqueda del bien que conduce a la virtud y a la felicidad duradera, a despecho de las tentaciones y de la tiranía de la materia. La Iglesia se ha dedicado a esto durante siglos, más allá de las insuficiencias y de las caídas de sus hombres

Pero he aquí que en la visión del programa sinodal no hay nada de todo esto. No hay ninguna indicación del bien a realizar y del mal que hay que evitar, de la dirección que ha de darse a la voluntad. No consta la preocupación por la salvación de las almas, sino por el bienestar de los cuerpos y de las mentes. No hay una apelación a la razón humana conformada al logos divino revelado por Cristo, sino más bien la atención obsequiosa a lo irracional que, abandonado a sí mismo, se convierte en la anti-razón capaz de alumbrar monstruos. La Iglesia tendría que enseñar aquello que los discípulos ya saben hacer muy bien por sí mismos: secundar impulsos, buscar emociones, trocar el bien por el bienestar, dejar a un lado la razón y hacer lugar precisamente a lo irracional, como sugieren los sofistas anteriores a Sócrates y como predica el relativismo moderno. Por otra parte, incluso fuera de un punto de vista religioso, habría que recordar con Jaspers que «rebelándonos contra la razón se elude el elemento dialéctico de reflexión y se deviene bárbaros en el sentido griego de la palabra, es decir, hombres que hablan un lenguaje sin sentido. Para este tipo de irracionalidad valen las palabras de Mefistófeles: "desprecia saber y razón, facultades supremas del hombre, deja que el espíritu de mentira te enrede más y más en obras de engaño y de hechizo, y yo te tendré ya en mi manos"».

Ciertamente la barbarie posmoderna no necesitaba  estímulos "pastorales". Para ella trabajan a tiempo completo movimientos homosexualistas, pornografía y blasfemia, Marco Pannella y Bill Gates, Elton John y la OMS, el abortismo de cualquier color, la cultura de la muerte. Los frutos más recientes son aquellos innombrables de aquel tipo genial que a través de la inseminación artificial pudo producir el embarazo de su madre. Sin tener todavía el impulso -lo que sería beneficioso para ambos- de cegarse con sus propias manos como el inculpable Edipo. Y sin embargo, y a pesar de todo esto, según la visión del mundo propagada por Bergoglio y otros marcianos (en el sentido de "acuartelados en Santa Marta"), la Iglesia no debe enseñar lo que es objetivamente bueno, los comportamientos no deben estar orientados a lo que es bueno para todos y que podría ser irradiado por todos, sino que deben dirigirse a la satisfacción de todas las fuerzas que corresponden a la subjetividad irracional del hombre, al mundo de las pulsiones y de las emociones, la única lente con la que leer la realidad para adaptarla a las propias particulares exigencias. Es evidente que en este marco no hay lugar para ninguna otra norma que guíe las acciones humanas y ofrezca incluso un criterio objetivo de juicio.

Por otra parte la masa festiva, hambrienta de los maníes demagógicos, parece también totalmente inconsciente de lo que está sucediendo e incapaz de prever lo que va a pasar, entre el ruido de los medios y las voces persuasivas de aquellos sacerdotes que se sienten también felizmente liberados.

Pero algunos en la Iglesia, así como entre los fieles, han advertido la traición al Evangelio y a su Iglesia milenaria, y no quieren ser partícipes. Algunos no temen hablar alto y claro. Son hombres que no se dejan intimidar por las prepotencias patronales ni por la indolencia de sus hermanos, y tanto menos por la propaganda de régimen clérigo-comunista. Por lo que el resultado del sínodo podría darse menos por descontado que cuanto se lo haya tratado de disponer. He aquí, entonces, el golpe de mano. He aquí la idea formidable de otorgarle veste sacra al programa político revolucionario. Basta con ponerlo en la forma solemne del jubileo. Aquel que ocultará, incluso a los desconcertados y a los ignorantes o confundidos, la subversión de la misión de la Iglesia bajo una carga de pathos religioso. La misericordia de Bergoglio, la amnistía general con cancelación retroactiva del pecado, tiene que tener una veste teológica y sacra capaz de anonadar cualquier resistencia.

El Papa de los falóforos
Para las religiones primitivas la exaltación mística  representaba  también la sublimación de lo irracional y de la carnalidad. El jubileo de la misericordia de Bergoglio apunta a la sublimación de los nuevos ritos de la modernidad asumidos como ritos de la nueva Iglesia del tercer milenio, ecuménica, atea y popular, y producirá por la fuerza misma de las cosas su consagración definitiva. Un Vangi cualquiera podrá forjar a su manera la estatua de la nueva misericordia para poner en lugar del San Pedro que bendice.

La monarquía papal ha sido ya sustituida, en medio de la indiferencia general, por la dictadura papal. Una vez disuelta la asamblea constituyente, se verá. Bergoglio dice tener poco tiempo. Pero no porque, como algunos piensan, esté ya entrado en años. Piensa tener poco tiempo porque la revolución, para ser eficaz, debe jugar con el factor sorpresa, y tal vez en el intento de domesticar a los fieles y de acostumbrarlos a todo, se haya abusado un poco de las sorpresas, y hasta la náusea. Hay poco tiempo porque la resistencia, ya preparada para lo peor, quizás se esté organizando, y los frutos de la nouvelle vague vaticana empiezan a resultarles demasiado gravosos incluso a los simpatizantes de la primera hora.

Si se neutralizan de prisa las resistencias, luego con la misericordia que todo libera, que abre las puertas de la moral cristiana a la creatividad del siglo, todos se sentirán ebrios y liberados. Se podrá incluso arrasar la basílica vaticana al igual que la Bastilla, aunque hace ya tiempo, aun allí, no haya casi nadie para defenderla. Mientras tanto, el Jubileo de la Misericordia se anuncia como la Declaración de Derechos del '89: aquellos que hoy se han convertido, bajo remozados despojos, la carta del suicidio de una civilización.

sábado, 21 de marzo de 2015

UN LEMA PARA ESTE PONTIFICADO

Todos recordamos la frenética celeridad con la que el recién electo Francisco ordenó a la oficina de prensa de la Santa Sede el salir a desmentir las versiones acerca de la entrega de que habrían sido objeto dos curas jesuitas en los años del último gobierno militar de parte de su mismo superior (siendo éste el propio Bergoglio, a la sazón provincial de la Compañía en nuestras latitudes). Posiblemente no se tratara de defender la verdad de los hechos, sino la buena fama ante los hombres -y de entre éstos, especialmente los dueños de la máquina publicitaria. No sabemos en virtud de qué pacto de no-beligerancia el gobierno argentino y sus ideólogos, responsables del corrillo y de la consiguiente salpicadura de la vestidura pontifical, se llamaron a llamativo silencio respecto del incriminado, e incluso comenzaron a mostrarse con él como chanchos, como decimos en la patria de Bergoglio -es decir, con la mayor familiaridad, casi diríamos "con trato inconveniente y promiscuo". Es sabido, por lo demás, el valor que este género de sujetos atribuye a la amistad, a la lealtad recíproca, lo que vuelve ociosa cualquier conjetura ulterior. Aristóteles, en tratando de la excelencia de la φιλία, no hubiera podido elegir mejores ejemplares de esta sublime virtud que la morralla bergo-kirchnerista, de peronísima matriz.

Ahora bien: si el novel papa vio tan tempraneramente amenazada su reputación y supo acudir a la brecha sin pestañear, no ocurrió lo mismo en muchas otras ocasiones en que terceros pusieron en su boca palabras poco edificantes e incluso lesivas para los oídos piadosos que hubieran merecido una contundente desmentida (algo de esto tratamos en su momento, aquí). El último en cuestión -aún no refutado ni por Francisco ni por su benemérito trujamán, R.P. Lombardi- es el conocido amigo ateo de Bergoglio, el periodista Eugenio Scalfari, el mismísimo autor de dos desgraciadas entrevistas en las que el pontífice le surte muy poco católicas confidencias. El barbicano copista de los dislates del Santo Padre alude, en el último editorial de su diario La Repubblica, a la remozada doctrina bergogliana acerca la eternidad de las almas y del destino final de los muertos en pecado. A saber:
si el egoísmo deprime y sofoca el amor hacia los demás, ofusca la chispa divina que está dentro de él y se auto-condena. ¿Qué le sucede a esta alma apagada? ¿Será castigada? ¿Y cómo? La respuesta de Francisco es neta y clara: no hay pena sino aniquilación de aquella alma. Todas las otras participan de la beatitud de vivir en presencia del Padre. Las almas anuladas no toman parte de aquel convite: con la muerte del cuerpo su recorrido ha concluido.
Como lo recuerda Antonio Socci, la nueva lección de soteriología ya había sido oportunamente difundida por el propio Scalfari hace unos meses en otro editorial:
El Papa sostiene que si el alma de una persona se encierra en sí misma y deja de interesarse por los otros, esta alma no emite más fuerza alguna y muere. Muere antes de que muera el cuerpo, como alma deja de existir. La doctrina tradicional enseñaba que el alma es inmortal. Si muere en el pecado lo expiará después de la muerte del cuerpo. Pero para Francisco evidentemente no es así. No hay un infierno y ni siquiera un purgatorio.
Así es como, a golpe de palabrita y palabreja, la doctrina católica va enterrándose a millas de profundidad por aquellos mismos que fueron electos para defenderla y enseñarla. Como al desgaire, sin necesidad de hacer solemnes heréticas definiciones, simplemente barrenándola y socavándola a toda hora, ante el sopor de los fieles y el torpor del clero. Negando categóricamente lo que la Iglesia siempre enseñó y haciéndolo en las níveas barbas de Scalfari, en los estrados de la Civitas Hominis, entre risas y gestos igualmente premeditados.

Este extenuante pontificado agrega, de paso y para los curiosos, una nota de desconcierto relativa a la conocida profecía del Pseudo-Malaquías, que trata de la sucesión de los papas hasta el fin del mundo. En efecto, no podemos entender a qué título pueda atribuírsele a Francisco aquel In extrema persecutione sedebit... Petrus Romanus, lema que le correspondería según el orden de sus predecesores. Sí nos queda claro que, en el contexto abiertamente disruptivo de la Iglesia de los últimos cincuenta años, este papa representa una consumación que no puede quedar elidida en su lema específico. Baste señalar que el fatídico Jubileo de la Misericordia al que le plugo ahora convocar, a diferencia de los jubileos extraordinarios celebrados en precedencia, no tiene a Cristo y la Redención como motivo a celebrar sino el cincuentenario de la clausura del Concilio Vaticano II.

Nos viene a la mente aquel emperador del Sacro Imperio, Federico II Hohenstaufen (1194-1250), a quien por sus ocurrencias siempre inadecuadas a un príncipe cristiano y por su invencible afán de novedades se lo llamó Stupor mundi, el estupor del mundo. Sus recurrentes herejías le granjearon también el mote de «Anticristo», y no faltaron quienes vieron en él al typos de aquel tirano orbital de las postrimerías. Un papa de implacable verbosidad anticatólica también podría merecer el lema de Stupor mundi si al Pseudo-Malaquías se le pudiese hacer una oportuna enmienda o intercalarle algún emblema pontificio que corresponda fielmente a lo que vemos. Pero quizás le cuadre al dedillo uno como Stuprum Satanae, en atención a ese maldito infiltrado en la Iglesia cuyos humos fueron denunciados nada menos que por Paulo VI a poco de clausurar el último concilio y que no han dejado ni un momento de extenderse, dando lugar a este paroxismo del horror que padeceremos hasta que Dios diga basta.

miércoles, 11 de marzo de 2015

LA CORRIENTE CAUDALOSA DE LAS AGUAS

Como un ejercicio cuaresmal de paciencia, para despertar la conciencia de la propia parvedad, las aguas llegaron al pago, e imparables. El río, que sabe desbordarse cada tantos años y volver a su cauce en unas pocas horas, hoy adopta un comportamiento desconocido incluso a los lugareños más provectos y se mantiene muy alto durante diez días y más, creciendo pausada y sostenidamente hora tras hora, y somete campos y edificaciones a una agonía lenta y gimiente.

Ponemos el detente en los dinteles, blandimos el rosario. El agua se cierne amenazante, y por colmo e ironía no es de lluvias locales el torrente sino de vecina provincia, que vierte su demasía por los cursos excavados por natura. Pronto el río, desmadrado, pierde sus contornos, y sobre las pasturas cultivadas que ayer ondeaban hilarantes hoy se extiende una lámina de azogue turbio con peces que, arrastrados fuera del cauce mayor, quedan boqueando entre las matas. El hedor de toda la materia en descomposición que el río revuelve de su lecho y trae a flote a cada nueva embestida ofende feamente al olfato, y ya las circunspectas aves lacustres ocupan el espacio que fue de los gritones teros.

Como la naturaleza prodiga analogías con el mundo sobreterrenal y a menudo parece que pretende secretamente reflejarlo, las aguas que sorben la atención de nuestros ojos nos hablan del avance invasor que padece la Iglesia, de labrantío celestial devenida en sumidero de aguas residuales. El paludismo de las almas es la consecuencia inevitable de este campear los más pestilenciales errores, el deterioro del culto, el menoscabo de la piedad y su reversión en antropolatría. Todo obtiene su fiel correspondencia: los peces que buscan afanosamente el oxígeno faltante, aquellos que mueren sin remedio, la tufarada y turbiedad de la riada, todo admite un símil espiritual asaz reconocible que no hará falta explicitar.

El salmo dice que a causa de la oración del santo en el tiempo oportuno, «la corriente caudalosa de las aguas no lo alcanzará», in diluvio aquarum multarum, ad eum non approximabunt (31, 6). Es la lección que, referida a los apuros de la Iglesia remanente, repite en otros términos el Apocalipsis (12, 15): a la Mujer le serán otorgadas dos alas como de águila para volar al desierto, fuera del alcance del dragón, quien soltará de su boca un caudal de agua como un río para anegarla. Por lo demás, es presumible que la relación entre apostasía y catástrofes naturales no se limite a la mera alegoría, y aunque la contemporaneidad de ambos fenómenos no será nunca comprobable según el criterio de las ciencias empíricas (ante todo, el método desecha las ecuaciones expresadas en términos pertenecientes a dos órdenes distintos de realidad), la historia bíblica y la profecía sugieren acabadamente esa relación: las plagas se abatieron sobre Egipto en el momento en que el pueblo elegido sufría mayor opresión, y las plagas que anuncia el vidente de Patmos (Ap 16) corresponden a un tiempo de acrecida maldad entre los hombres («y blasfemaron contra el Dios del cielo a causa de sus dolores», y otras expresiones afines). De hecho, cunde hoy una vaga conciencia -mal expresada y peor argumentada- de que los desórdenes naturales tienen al hombre por responsable: aunque esto sea obviamente así desde la Caída, puede agravarse con el agravarse del pecado. Y difícilmente podamos suponer peor pecado que la apostasía.

Adivinando quizás el advenimiento lejano de tiempos tan dramáticos, en los que entre católicos -como entre inundados- cunde comprensible incertidumbre, san Vicente de Lérins supo proponer el remedio más adecuado, aparte del siempre oportuno de la oración incesante: «si algún contagio nuevo se esforzara en envenenar, no ya una pequeña parte de la Iglesia, sino incluso toda la Iglesia entera, entonces el deber mayor del católico será permanecer adherido a la antigüedad, que obviamente no puede ya ser seducida por ninguna novedad, por atractiva que ésta fuere». Ésta es la clave de cómo pararnos ante el aluvión que no cesa.