martes, 23 de octubre de 2018

CARNICEROS - EL HILO ROJO QUE UNE SODOMÍA Y HEREJÍA EN LA SECTA CONCILIAR

por Cesare Baronio
(traducción por F.I.)
-original italiano disponible aquí-


Hace unos años, un cofrade me contó un episodio desconcertante, según el cual un Oficial de Curia notoriamente homosexual había sido sometido a exorcismos porque se había hecho la costumbre, durante sus inmundos festines, de blasfemar el nombre de Dios, lo que había dado lugar a fenómenos de posesión diabólica. El impío monseñor murió poco después de una enfermedad incurable, llorado por sus socios. En aquel tiempo los maricas del Vaticano todavía se movían con cautela, no porque no fueran numerosos, sino porque reinaba aquel tácito acuerdo que en el ejército norteamericano se resume en el adagio Don't ask, don't tell, o sea «no preguntes, no digas». Aunque muchos supieran quién tenía ese penchant y quién no. Monseñores que salían de noche de civil desde Letrán, vistiendo jeans y chaqueta de cuero, y que al día siguiente flanqueaban al Santo Padre en los Pontificales. Sacerdotes que se alejaban de la casa parroquial para darse una vuelta por las aguas termales. Estudiantes de Ateneos Pontificios que iban a pasear a la Villa Giulia. Seminaristas abocados a un dudoso apostolado vespertino en Monte Caprino. Era la generación del Concilio, que a la sotana prefería los vestidos firmados y las gafas de sol. Vanidosos y fatuos, inclinados a la risita histérica y a apostrofarse con pronombres y apodos femeninos, pero siempre precavidos, porque en el solio se sentaba el viril Wojtyla. El cual estaba tan ocupado en propagar el ecumenismo de Asís para no darse cuenta de que a su lado había personajes conocidos con el nombre de batalla de Jessica.

A los vicios, entonces, los llamaban viciecillos, como si el diminutivo pudiera hacer menos reprensible la conducta de quienes los practicaban. Y era un viciecillo quizás también aquel del nunca suficientemente execrado Montini, con sus maneras de calvinista y su pasado ambrosiano que muchos nunca quisieron profundizar, y que sin embargo le merecieron acusaciones ni siquiera demasiado veladas. Cierto es que en ese pontificado -y en el mosaico de Prelados que entonces subieron a los niveles más altos de la Jerarquía- pesa aún hoy, incluso hoy más que ayer, la sombra siniestra del chantaje, al punto de sugerir que muchas decisiones de aquel entonces sólo encontraron justificación en el terror de que algún titiritero pudiera decidir filtrar escabrosos detalles a cuenta del sodomita de Concesio. El cual, no por casualidad, en pocos días será elevado a los honores de los altares en reconocimiento a su contribución a la obra de devastación de la Iglesia y como devoto homenaje de sus beneficiados [N.: este artículo fue escrito y publicado pocos días antes de la canonización de Paulo VI].

Fue al final del papado wojtyliano que los inmundos secuaces de Sodoma encontraron coraje para cerrar filas, reuniendo a su alrededor a un grupo de celadores del templo de naturaleza afín, de modo que pudiéramos ver al pobre Papa polaco engalanado con vestiduras circenses, u obligado a asistir a grotescas performances de saltimbanquis semidesnudos coram Pontifice y de salvajes en utilería adamítica coram Sanctissimo. El autor de aquellos estragos aún hoy se ceba en los Sacros Palacios,  con su séquito de pedigüeños que el tiempo ha transformado de náyades en clergyman en viejos rencorosos. Pero mientras Juan Pablo II se iba extinguiendo, en el Vaticano la falange sodomítica levantaba la cabeza, no sin escándalos y escandaletes al borde del ridículo: hélo aún al secretario del Eminentísimo, para los íntimos Carmen, pescado in fraganti en los retretes de Termini y apresuradamente despachado in partibus, el clérigo que se prostituye en San Pedro molestando a los turistas, el cura en el cine porno, el fraile asesinado en los jardines por un prostituto, etc.

El advenimiento de Benedicto XVI trastornó los planes de la secta uraniana, que vio en el atildado pontífice alemán una intolerable afrenta al trabajo realizado bajo el antecesor. Ver brillar en la cabeza del anciano la mitra de Pío IX iba más allá de lo que se podía soportar; para no hablar de la muceta invernal en terciopelo rojo con pelo de conejo, los zapatos rojos, el trono dorado que algún previsor había hecho desaparecer en un sótano cuando todavía Montini se sentaba en el solio. No tuve el inmenso placer de escuchar los gritos desgarradores del arzobispo de Martirano, pero me imagino que éstos debieron haber roto la cristalería preservada en el aparador del comedor, ante la vista consternada de sus famuli de luto, cuando Ratzinger promulgó aquel Motu Proprio que él tenía por imposible, según el lema No se vuelve atrás. Pero recuerdo bien que no pude evitar el entonar canciones de júbilo cuando lo supe confinado a la presidencia de un comité donde, así todo, nunca dejó de hacer daño.

La abdicación representó una revancha de la secta conciliar sobre Benedicto XVI, obligado a renunciar bajo la presión de escándalos que parecen nimiedades respecto de aquellos que ahora están saliendo a la luz bajo el Sedicente. Y decir que Ratzinger -y con él los pocos Prelados en olor de conservadurismo convertidos en breve a los honores de la crónica después de los famosos Dubia- fueron y son convencidísimos y firmes paladines de la mens conciliar, de la que proponían y proponen una versión más tenue pero no por esto menos revolucionaria.

La historia revelará los arcana imperii que llevaron al Papa a abandonar la nave de Pedro justo en el momento más crítico, pero parece que debe entenderse que quien se aplicó en empujarlo a la renuncia supo moverse con habilidad para hacer elegir al peor Papa -admitido y no concedido que se lo pueda considerar tal- con que la Iglesia haya jamás contado. Va de suyo que el personaje en sotana blanca alojado hoy en el resort de Santa Marta se ha beneficiado con el apoyo de los conspiradores modernistas, con el extasiado y coral sostén del lobby gay vaticano, feliz de sacarse de en medio al inconveniente Benedicto, que se  preparaba para anular -o, al menos, para hacer menos devastadores- decenios de primavera conciliar. Y precisamente en Santa Marta -casualidades de la vida- encontramos a aquel Mons. Ricca, sobre el cual nos ha ilustrado la crónica, después de que la amistad con el argentino se había consolidado cuando Bergoglio bajó a la residencia de la via della Scrofa en el Alma Urbe. Las bellas almas creen que la pésima reputación de Ricca era ignorada por el pío arzobispo de Buenos Aires, demasiado ocupado en macerarse en las asperísimas penitencias que lo hicieron famoso en América Latina. Sin duda será su índole ascética la que lo puso en completo desconocimiento incluso de los escándalos de acoso por parte de Obispos y sacerdotes, que han salido recientemente a la luz gracias también a la valerosa carta del ex nuncio Viganò.

Veamos pues... Tuvimos el coming out de mons. Charamsa, quien lindamente admitió tener un  amante -compañero, lo llama él. Luego el abad de Montecassino dom Pietro Vittorelli, torpe  personaje que se gastaba los fondos de la Abadía en festines con droga y gigolós. Además el escándalo de mons. Luigi Capozzi, secretario de Checcapalmerio [N.: el autor deforma adrede el apellido del malfamado cardenal Coccopalmerio. Checca, en italiano, equivale a «marica»], arrestado en un lujoso departamento del Santo Oficio durante una orgía. Luego el escándalo de un religioso carmelita de la Curia Generalicia romana, denunciado por un retambufa. Luego, el escándalo del fresco homoerótico encargado por mons. Paglia -presidente de la Academia Pontificia para la Vida y Gran Canciller del Pontificio Instituto Juan Pablo II- al artista gay argentino Ricardo Cinalli. Aquel infame Paglia que terminó haciendo explotar estas dos instituciones, introduciendo en ellas a partidarios de la eutanasia y el aborto, con el beneplácito del Sedicente. A continuación, los escándalos de obispos y cardenales, todos de área estrictamente progresista y filobergogliana, y las causas millonarias que han reducido a la quiebra a decenas y decenas de diócesis del mundo católico para resarcir a las víctimas de abusos cometidos por eclesiásticos. Sin mencionar a los abominables eclesiásticos al frente de Órdenes y Congregaciones religiosas, detrás de cuyo biombo perpetraban crímenes dignos del Marqués De Sade. Y don Mauro Inzoli, acusado de abusos contra menores, degradado por Benedicto XVI y reintegrado en el sacerdocio por Bergoglio a instancias de la presión de Checcapalmerio, hasta que la justicia civil dejó al descubierto su culpabilidad. Pero también los tres sacerdotes investigados por la fiscalía de Roma por actos sexuales con menores, pornografía infantil e intento de prostitución de menores. Y el goteo diario del jesuita James Martin, activista de la causa de los invertidos y partidario del concubinato homosexual, nombrado consultor del Secretariado para las Comunicaciones y enviado al Encuentro Mundial para la Familia en Irlanda y en estos días ocupado en sembrar confusión también en el Sínodo de  los Jóvenes junto al cardenal Cupich. Sin olvidar el dossier enviado por un gigoló napolitano a la reverenda Curia partenopea, en el que se recogen fotografías obscenas y textos de conversaciones vía internet de 34 sacerdotes y 6 seminaristas, clientes suyos.

Ahora descubrimos que el Presidente del Pontificio Consejo para los textos legislativos Checcapalmerio estaba presente en la orgía con su secretario, y que la gendarmería vaticana lo hizo desalojar antes de proceder a las detenciones de la scelesta turba. Sería curioso investigar quién más fue arrestado en esa ocasión, y es de creer que Capozzi y su purpurado compadre no fueron los únicos eclesiásticos convidados. Sería aún más interesante -y espero que haya quien se tome el trabajo de hacerlo- ir a comprobar cuáles decisiones grávidas de consecuencias para la vida eclesial han sido  tomadas por estos inmorales, qué siniestras intrigas han permitido el ascenso de sus cómplices a puestos de responsabilidad, qué buenos sacerdotes han sido perseguidos o despedidos o impedidos en sus carreras.

A la luz de estos horrores, resultan grotescas las sanciones de las que fue objeto Paolo Gabriele, camarero secreto de Benedicto XVI, acusado de haber divulgado dossier secretos, mientras que los culpables denunciados debían ser castigados con penas ejemplares, y no el denunciante, quien reaccionó de buena fe -con un gesto quizás precipitado- a la propagación de la inmoralidad vaticana.

El horror que estas noticias suscitan en los simples fieles y en las personas de bien; el sentimiento de consternación ante la institucionalización del vicio no deben postergar el reconocimiento realista de que este flagelo moral es, al mismo tiempo, causa y efecto de la revolución conciliar: que se escandalicen si quieren los bienpensantes, que se rasguen las vestiduras los apocados fautores del diálogo y los prudentísimos moderados. Pero que no se diga que ante estos escándalos el buen cristiano deba mirar hacia otro lado, fingiendo no ver la corrupción donde ésta mayormente anida desde hace cincuenta años. Oportet ut scandala eveniant. Un silencio piadoso, comprensible en casos singulares y aislados, representa hoy una forma de complicidad intolerable, una aprobación de conductas deplorables, sobre todo porque el involucrado no parece ceder por debilidad a fugaces transgresiones de adolescente confundido, sino que demuestra ser indigno del Bautismo y aún más del Orden Sagrado que lo vuelve alter Christus, profanando esas manos consagradas para tocar al Santo de los Santos, esa boca que sobre el altar pronuncia las palabras de la Consagración, esa lengua sobre la que descansan las Sagradas Especies. El mero pensamiento de estas abominaciones debería hacer estremecer de horror, y recordar las palabras de Nuestro Señor al Padre Pío cuando con disgusto definió a los sacerdotes indignos como Carniceros.

Quien se convierte en esclavo del pecado se convierte en esclavo de Satanás, bajo cuyo yugo el alma está muerta a la Gracia y es completamente presa de las seducciones del maligno. Y el pecado contra la naturaleza, incluso más que otros, embota la voluntad, embrutece a la persona y endurece en la voluntad del pecado. En tanto vicio, o sea hábito de hacer el mal, los actos que piden venganza en la presencia de Dios llevan a quien los cometen a volverse indóciles a la voz de la conciencia, hundiéndose cada vez más en la culpa.

Es por lo tanto inevitable que quien vive diariamente en estado de pecado mortal y, además, en condición permanente de sacrilegio -en tanto ministro de Dios y ungido del Señor-, se sienta juzgado y sea inducido a alterar incluso los principios morales que viola habitualmente. Así, al igual que el ladrón quisiera ver despenalizado el robo y el asesino legalizado el homicidio, también el sodomita -y aún más si es sacrílego- querrá aliviar su conciencia del peso no menor de saberse a sí mismo en flagrante contradicción con aquella Ley natural y divina que obstinadamente infringe, y que deliberadamente permite o incluso alienta a infringir, bajo capa de una tolerancia engañosa o una complicidad perversa. No le basta con profanar todos los días el templo del Espíritu Santo: quiere erigirse en legislador, arrogándose el derecho de decidir en el lugar de Dios lo que es lícito y lo que no lo es. ¿Y no es acaso ésta la culpa de Lucifer?

Oír al horrendo Maradiaga atribuir actos de verdadero y propio sacrilegio a expensas de tantas almas inocentes como meras irregularidades administrativas, con el pretexto de haber sido cometidos con adolescentes y no con menores; o calificarlos como faltas veniales debido a una presunta ausencia de penetración (sic!) nos hace comprender el abismo de inmoralidad, o más bien de amoralidad de ciertos prelados. En boca delos cuales no nos sorprende oír verdaderas y propias herejías también -coherentemente- en campo doctrinal. Es evidente que la obstinación en el vicio implica la construcción de un castillo ideológico que legitime y apruebe a aquel vicio. Como decía Paul Bourget: es menester vivir como se piensa, de lo contrario se termina pensando como se ha vivido.

He aquí entonces la pretendida acogida de la comunidad glbt -es decir, de los sodomitas declarados-, detrás de la cual no sólo late la simultaneidad con su tenor de vida escandaloso, sino también el inconfesable deseo de ver un día admitido como lícito -cuando no incluso como digno de alabanza- lo que Dios condena como una abominación. Y la declaración ¿quién soy yo para juzgar?, que ha fascinado a los enemigos del nombre cristiano, tiene que ser condenada sin apelación, ya que debe ser justamente el Pastor Supremo quien guíe y amoneste y juzgue la conducta de las ovejas y corderos del rebaño que le confió el Salvador. Un pastor, aquel que nos ha sido infligido por la divina Providencia a cuenta de nuestras faltas, que no duda en insultar repetida y amargamente a los buenos católicos y a los buenos prelados, pero que muestra una indulgencia ilimitada hacia los pervertidos, desde el cura libidinoso hasta el Obispo acosador, desde el religioso cochino hasta el cardenal orgiasta. Y que recibe en audiencia a homosexuales concubinarios y transexuales, mientras obstinadamente se niega a reunirse con eclesiásticos de conducta irreprochable. Ya sabéis vosotros la causa que ahora le detiene, hasta que se manifieste en su tiempo señalado. Ya está obrando el misterio de iniquidad; pero es necesario que sea quitado de en medio aquel que lo retiene (II Tess II, 6-7). Hoy entendemos lo que quieren decir las Escrituras cuando hablan del κατέχον, es decir, de aquel que retiene la venida del Anticristo: la vistosa ausencia del Romano Pontífice, en cuyo trono se sienta un personaje que se ha vuelto cómplice y artífice él mismo de la apostasía.

¿Qué respeto por la Santísima Eucaristía puede esperarse de parte de aquel que la profana celebrando la Misa con el alma manchada por tales faltas? ¿Qué devoción a la Santísima Virgen, en aquel que ultraja a la virginidad y cultiva la depravación?¿Qué temor de Dios, en aquel que se atreve a conculcar la Santa Ley y a pisotear la Palabra divina? Y aún más: ¿qué espíritu de mortificación, en aquel que cultiva las pasiones más abyectas? ¿Qué santidad, en quien practica la impiedad? ¿Qué vida de Gracia, en aquel que cultiva y promueve el pecado? ¿Qué cuidado de las vocaciones sacerdotales y religiosas, en quien considera a seminarios y conventos como un coto de caza de jóvenes para corromper?

Pero, ¿cómo se puede tener por creíble la defensa de la primavera conciliar, cuando es emprendida por gentuza de tal ralea? ¿Quién confiaría en un médico que en su vida privada propagara enfermedades, o en un bombero que aplicase fuego a las casas?

Sea admitido por fin: el Conciliábulo de Roma es el fruto podrido de una mens desviada y corrupta, que encuentra en la herejía el corolario de una conducta moral reprensible. Es la causa de los daños actuales y, al mismo tiempo, el efecto de una corrupción de las costumbres de tantos, demasiados eclesiásticos, que para legitimarse a sí mismos no podían sino pervertir la doctrina en la que se funda la moral. Pero Dios es el autor tanto de la una como de la otra, y quien se hace siervo de Satanás no puede servir al Señor en el altar o en el púlpito y luego honrar al Enemigo entre las sábanas o en el lupanar. Nadie puede servir a dos señores, ya  que odiará a uno y amará al otro, o bien se aficionará a uno y despreciará al otro (Mat. VI, 24).

No solo eso: quien sirve al Príncipe de este mundo, le reconoce una soberanía que necesariamente debe negar al Rey divino, así como aquel que adora a Nuestro Señor como Soberano no tolera que nadie Le usurpe Su universal Realeza. Por eso la Iglesia proclama a Cristo Rey. Por eso la secta conciliar se rebela contra Su santa Majestad. Tout si tient. Y hete aquí, de hecho, al arzobispo de Brisbane en Australia, que se apropia del grito impío de los judíos ante el pretorio, rechazando a Cristo como Rey: en esta apostasía rampante, el obsequio y la obediencia debidos a la Majestad divina acaban tristemente por ser reconocidos al mundo, a la carne, al diablo. Regnare Christum nolumus. Pero es en el orden de las cosas que el hombre se hace súbdito: si no lo es de Dios, lo será inevitablemente de aquel que se Le opone. Y las pesadas cadenas del Maligno son muy difíciles de sacudir, una vez que se las ha preferido al suave yugo de Cristo.

En tanto no se reconozca la estrecha relación de causalidad entre la desviación doctrinal y la desviación moral, será imposible salir de la crisis actual. Nunca ha habido en la historia de la Iglesia un solo hereje casto, ni un solo santo impuro: los escándalos de hoy son una tristísima confirmación de una debacle en el frente teológico tanto como en el moral, espiritual, litúrgico y disciplinario.

Y si en el pasado hubo lujuriosos incluso en las filas de los clérigos (en todo caso, menos de cuantos abundan de cincuenta años a esta parte), nunca hasta hoy había habido un Papa que legitimara el pecado contra el Sexto Mandamiento o el adulterio, como sucedió con Amoris nequitia. Y no es necesario recordar qué de engaños y maquinaciones han sido puestos en acto por el lobby gay incluso dentro del Sínodo para la Familia, con la complicidad de Bergoglio, y las no disímiles maquinaciones que se preparan dentro del Sínodo de la Juventud.

A esta altura, el piadoso lector se preguntará qué podemos hacer nosotros ante el espectáculo desolador ofrecido por una autoridad corrupta, rebelde y traicionera. Penitencia. Penitencia y sacrificio. Nos lo enseña la Sagrada Escritura y nos lo recuerda Nuestra Señora en sus repetidas apariciones. La comunión de los santos -como nos lo enseña el catecismo- permite a las almas cristianas reparar los pecados ajenos, sujetando el brazo de la Justicia divina. Ofrezcamos entonces nuestros sufrimientos, grandes y pequeños, en expiación del mal obrado por estos desgraciados, y recemos por su conversión y por su arrepentimiento, en una vida retirada y en el olvido de tantos que éstos han escandalizado con su comportamiento indigno. Y que aquellos que permanezcan obstinadamente en la culpa puedan ser removidos de la guía del rebaño: la Esposa de Cristo ha sido asaz humillada por sus Ministros, desacreditada a la faz del mundo.

La danse macabre de estas décadas está tocando a su fin. Esta generación de Levitas sin fe y sin moral está destinada a la extinción: sobre las ruinas de la secta conciliar será reedificada la Santa Iglesia, del mismo modo que sobre las ruinas de los templos paganos y de los ídolos infernales triunfó la verdadera Fe.

4 comentarios:

  1. Sin embargo, la fiesta rosa parece venir de bastante antes que el Concilio VII:
    http://nonpossumus-vcr.blogspot.com/2018/10/alessandro-gnocchi-padre-pio.html

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    1. Si Sr. es cierta su afirmacion.
      Tanto como que el Concilio II no nacio de un "repollo".
      O Ud. no se entero de las advertencias de San Pio X desde los primeros años del siglo XX?
      De aquellas infiltraciones estos hediondos lodos.
      Y justamente surge con claridad del muy buen relato que Ud.cita.
      Bien dijo el Santo Padre de Pietrelcina que haria "mas Ruido" desde el Cielo.

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  2. ¡Qué estilo! ¡Qué pluma! De la sorna a lo sublime. Tenía que ser italiano. Me gustaría tener los nombres que se omiten en el principio, de puro chismoso. Una joya.

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    1. Este hombre, que oculta prudentemente su identidad detrás del nombre de un purpurado e historiador de hace cuatro siglos, es de lo mejor que conocí por internet. Clérigo seguro, quizás obispo no en funciones -sus lectores lo tratan de Eminenza, quizás chacoteando con su alias-, aquí mesmo, en el buscador interno del blog, columna derecha, se puede buscar por su nombre otros artículos suyos oportunamente publicados.

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